Debe su nombre a su ser creador, Karl Friedrich Luis Dobermann, oriundo de Turingia. Este buen señor era un apasionado de los perros pinscher, a los cuales criaba, entrenaba y luego vendía. Estos perros, según se dice, eran poco esbeltos pero tenía un carácter muy fuerte.
Pero el señor Dobermann, debido a su tipo de trabajo, quería un perro más intimidante, ya que ser guardián nocturno y recaudador de impuestos no han sido nunca oficios relajados. Se puso manos a la obra y empezó a seleccionar ejemplares de la raza que hemos dicho que criaba (¡para que se quejen hoy en día los puritanos de la ciencia de laboratorio!), y aunque su genética es un secreto como los ingredientes de la coca-cola, se sabe que empleó cruces de rottweiler, beauceron, weimaraner o Manchester terrier.
No era el único que estaba jugando a ser Dios, compatriotas suyos estaban creando contemporáneamente al pastor alemán. La raza doberman fue oficialmente reconocida en 1898, y a inicios del XX era muy cotizada entre los teutónicos, aunque sus selección fue frenada de golpe cuando estalló la I Guerra Mundial. ¡Quizá dónde hubiese acabado sin esta contienda! ¿Tendría ahora cola de caniche? Pues bien, lejos de seguir siendo un cobaya de belleza e intimidación, se paso al pragmatismo, y es que cuando hay una guerra, se aprovecha todo.
El Gobierno alemán creó ad hoc un programa de crianza de estos perros para acompañar a sus tropas en las labores de vigilancia , pero no sólo ellos, sino también los americanos, japoneses y rusos, que aprovechaban sus cualidades para avanzar explorando pozos, cuevas y avistando posiciones fortificadas durantes las dos grandes guerras del siglo pasado. Cuando acabaron éstas, comenzó su inclusión en la sociedad civil, y parece que, como los viejos veteranos de Vietnam, no encontraron su lugar.