Pocas cosas resultan tan molestas en un perro como una propensión grande a pelear con sus congéneres. Este tipo de perros crea problemas durante los paseos, dado que cualquier motivo suele ser detonante de su agresividad.
En el parque se enzarza en broncas por la posesión de cualquier objeto que consideran un juguete y en definitiva acaban siendo una fuente continúa de compromiso para su sufrido propietario. ¿Tiene solución este tipo de comportamiento? En muchas ocasiones sí. Uno de los primeros problemas que se planteó en el estudio del comportamiento del perro fue el papel respectivo de los factores genéticos y ambientales. Durante décadas se opusieron instinto y aprendizaje.
Los etólogos defendían la importancia de los factores genéticos y los psicólogos la experiencia individual. Hoy se sabe de la importancia de ambos tipos de factores. El carácter de un perro adulto es el resultado de su educación medioambiental sostenida sobre una base genética. El cachorro nace con un mensaje genético que le inclina a comportarse de determinada manera, será dominante o pasivo, tranquilo o agresivo, pero esta inclinación natural se va a ver profundamente modificada por el medio ambiente en que crezca, el periodo de socialización junto a su madre y hermanos, y la educación que le ofrezca el propietario.
Todo un cúmulo de experiencias que marcarán definitivamente su vida adulta. El comportamiento del perro, como el de todos los seres vivos, depende de su capacidad para recibir e interpretar los estímulos del ambiente que lo rodea y la influencia humana es decisiva, dependiendo de la educación o adiestramiento a que se le someta.
La agresividad es uno de los estados emocionales más importantes en el perro. En tanto en unos sujetos el temperamento agresivo se manifiesta a la menor provocación, en otros es preciso poner al animal ante una situación extrema. La agresividad no es beneficiosa para ninguna actividad del perro. Ya los primeros etólogos, como Konrad Lorenz, comprobaron que la agresividad no existe más que entre coespecíficos, es decir, dentro de la especie de un sujeto hacia otro. El lobo, cuando caza, no odia a su presa, no tiene con respecto a ella un comportamiento agresivo, sólo busca alimentarse, su comportamiento es predatorio. La agresividad es un estado no natural en el perro, que en modo alguno contribuye a la perduración de la especie, se trata por tanto de energía mal gastada.
En el correr de la evolución, y gracias a las grandes presiones de la historia genealógica, las especies animales han aprendido a no exterminarse mutuamente, ritualizando sus combates, señalando sus respectivas intenciones y desarrollando inhibiciones sociales. En la vida cotidiana estos ritos adquieren un carácter social de disparadores de conducta y sirven para lograr un entendimiento efectivo entre los individuos mediante un consumo mínimo de energía. El desarrollo de los medios ofensivos para el combate, animales dotados de poderosas quijadas y acerados colmillos, va acompañado de un desarrollo paralelo de las inhibiciones de las que se sirven frente a los miembros de su propia especie para no atacarse. De este modo los animales más peligroso, como osos o lobos, tienen las inhibiciones sociales más fuertes.
El perro ha desarrollando complicados rituales de amenaza, verdaderas danzas de guerra, movimientos que actúan como señales vitales de comunicación y expresan con claridad las intenciones del emisor. Antes de un combate el perro expresa su amenaza con una exhibición de fuerza plasmada por expresiones características:
1. Frunce los labios mostrando los colmillos desnudos.
2. Abre la boca con la clara intención de mostrarse preparado para apresar con sus mandíbulas.
3. La comisura labial se distiende al frente. (En las expresiones faciales amistosas la distensión es hacia las orejas).
Frente a tan contundente exhibición de fuerza el contrario puede aceptar el reto o adoptar una postura de sumisión.
Fuente: www.grupov.es




