No hace mucho tiempo me contaba un amigo gitano que a sus difuntos padre y abuelo les encantaban las peleas de perros. Yo no había escuchado tal confesión por parte de ninguna persona desde hacía tiempo. Quiero decir, no había oído reconocer a nadie que su familia tuviese una afición por una práctica que genera tanta controversia como la lucha entre canes. Decir que te gusta la caza o los toros ya es una afirmación peligrosa en los tiempos que corren, pero confesar que uno disfruta viendo como estas dos acostumbradas mascotas se dentellean delante de un corro de humanos jaleando, ya son palabras mayores.
¿De perros? ¿pero no hacíais vosotros peleas de gallos? dije yo desde mi incultura cosmopolita. También, me contestó, pero no es lo mismo. Es como ver una carrera de caballos o una de galgos. En ambas, apuestas, pero la emoción, la categoría y la seriedad del asunto no es la misma. Resulta que todavía se siguen celebrando aunque “cada vez está más difícil”, y a sabiendas de la hipocresía humana, me lo creo.
Mi amigo cuenta que hasta hace poco se desplazaba a otras provincias para celebrar entre conocidos uno de estos combates con un perro al que quería mucho, y al cual tuvo que abandonar cuando entró a vivir en una vivienda de protección oficial. A las jambas de la diputación no les gusta que tengamos animales en casa. Pues bien, como me decía, con este presa canario se recorría kilómetros para lanzarlo contra los animales de sus primos y apostando, ganarse unas perrillas.